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En esta tranquila tarde de domingo, intento convertir mis pensamientos en palabras escritas. Enfrente dos ventanas: la que me enseña la realidad que palpita fuera de esta habitación, la tarde soleada, espléndida, los árboles agitándose al ritmo de un viento frío, demasiado para estas fechas; la otra, virtual, la que me une a un mundo lejano y cercano a la vez, a seres que viven su realidad en alguna parte de nuestro complicado planeta, y que sin embargo sé que están ahí, casi al lado. Me pregunto si, como en algunas películas de fenómenos paranormales, podría traspasar esa ventana y tocarlos. La casa está en silencio: los niños (sigo llamando niña a mi hija, aunque ya no lo sea) han salido a disfrutar de las pocas horas que quedan de asueto antes de que llegue el fatídico lunes con su carga de obligaciones, "mi contrario y complemento" duerme plácidamente, roncando de vez en cuando, la perezosa siesta del domingo.
Anoche, salimos a cenar, solos, sin hijos ni amigos. Echo de menos esos ratos de intimidad, sin prisas. Los hijos todo lo trastocan, y es que son tan absorventes y posesivos. Deliciosos, entrañables, sí, pero a veces... insufribles. Nos hacía falta charlar y lo hicimos. Dentro de cuatro días, el jueves, empieza un encuentro con algunos de los amigos más queridos para mí de la red. En ese tema casi nunca estamos de acuerdo, él no entiende este mundo de internet, y yo lo comprendo porque antes de formar parte de ésto, yo tampoco lo entendía. Era totalmente escéptica a esta clase de amistad. Hasta que tuve la suerte de conocer a dos importantes mujeres que me han aportado más que cualquier amiga que haya podido tener en mi vida. Y a un hombre, Juan, cuya amistad es todo un tesoro para mí.
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